ESCUELA CRISTIANA
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   El valor de la escuela, en la Historia y en la actualidad, es indiscutible en cuan­to plataforma de cultura y de formación humana. Pero lo importante es entender qué late en ella para que haya resultado tan valiosa y tan buscada por todos los que se han dedicado a la proclamación del Evangelio.
    - Unas veces la escuela se ha presentado como ocurrencia de un hombre o mujer extraordinarios. A partir de la apertura de sus aulas, se ha desencadenado todo el engranaje posterior: un proyecto, una comunidad, una tarea compartida y mantenida, un servicio social, una plataforma de evangelización, un Instituto religioso muchas veces.
     - Y en ocasiones, la escuela ha sido el resultado final de un camino y la culminación de una búsqueda de instrumentos al servicio de los hom­bres. Se comenzó por aportar un granito de arena y se terminó por construir un edificio sólido.
   En ciertos momentos históricos, el interés por la instrucción ha crecido portentosamente, como efecto del progreso de la sociedad. En otros períodos de la vida los afanes culturales han quedado más diluidos entre otras necesidades perentorias: paz en tiempo de guerra, salud en tiempo de peste, comida en tiempo de hambre, familia ante los abandonos, etc.

   1. Identidad

   Descubrir lo que es y significa la escuela cristiana es tarea poco menos que imposible, si no comenzamos situándonos en clave de Providencia. Este tipo de escuela sólo puede ser entendida si la definimos como un don de Dios destinado a satisfacer las necesidades espirituales de la sociedad; y si la vemos como un camino abierto a todos los hombres, sobre todo niños y jóvenes, para avanzar hacia la salvación.
   Entre los grandes inspiradores de las Escuelas Cristianas, ninguno ha sido tan explícito como San Juan Bta. De la Salle (1651-1719), patrono de los educadores cristianos e iniciador de los movimientos laicales de educación:
  "Entre los deberes que a los padres incumben, uno de los más graves es educar cristianamente a los hijos y enseñarles la religión. Pero, la mayor parte de ellos no la conocen debidamente; algunos andan preocupados en sus negocios temporales y del cuidado de la familia; y otros viven en solicitud constante por ganar el indispensable sustento para sí y para sus hijos. Por eso no pueden dedicarse a instruirlos en lo concerniente a sus deberes de cristianos.
   Por tanto, resulta conforme a la Providencia de Dios, y a su desvelo en el cuidado de los hombres, colocar en lugar de los padres y madres a personas debidamente ilustradas y celosas que pongan toda la diligencia y aplicación posibles en transmitir el conocimiento de Dios y de sus misterios. De otro modo, muchos niños quedarían abandonados en este aspecto". (Meditación 193. 2)
   Estas afirmaciones están por encima de cualquier interpretación res­trictiva que se pueda atribuir al calificativo de "cristianas" con el que se definen y apellidan las escuelas de la Iglesia.
   Estas escuelas reflejan, en la tarea educadora, un servicio al Reino de Dios. Ellas ofrecen la conveniente instrucción religiosa a quienes las eligen para su hijos o porque, sin mayores, las aceptan con libertad y con interés.

   1.1. Confesionalidad cristiana

   Definirse como cristianas significa confesar un estilo y un mapa de criterios inspirados en el Evangelio. La confesionalidad implica apostar por una actitud religiosa ante la vida.
   En ocasiones, la escuela cristiana fue mirada sólo como recurso o medio para un cierto tipo de proselitismo religioso. Se entendía cristiana porque estimulaba plegarias, fomentaba virtudes, facilitaban sacramentos, etc. Se la miraba como un complemento del templo y su acción como una prolongación de la pastoral sacerdotal en el ámbito docente.
   Se la veía, o miraba, como complemento, o suplemento, de otras alternativas, que se volvían con ella más efica­ces, necesarias o inmedia­tas: hospicios, asilos, centros de acogida, catequesis parroquiales, centros juveniles, etc.
   No necesitamos muchos testimonios para descubrir ese aprecio que ha des­per­tado la realidad escolar confesional.
   San Antonio María Claret (1807-1870) decía a la Reina de España: "La educación forma al individuo y forma a los pueblos cultos. Las impresiones de la niñez jamás se desvanecen. Y de la niñez es el porvenir. ¿Cómo no dar a la educación toda la importancia que se merece? ¿Cómo no tratar de ganar a la juventud con el lazo de la buena ciencia?"   (Memorial 24 Mayo 1852)
   Y mentes privilegiadas, como la de genial pedagogo Andrés Manjón, (1846-1923) insistía: "Hacer hombres cabales de cuerpo y alma es la obra más grande que puede tomar sobre sí el hombre. Es obra tan difícil y compleja que exige las cooperaciones de muchos hombres.
   Es tan subli­me y santa que Dios ha querido para realizarla hacer a los maes­tros sus fieles coadjutores.    (Hojas pater­no-escolares 2.4)

  
Una escuela es una estructura humana. En cuanto tal, implica lugar, tiempo, plan, programa, metodología, instrumentación, transferencia, control y evalua­ción, estimulación, recuperación y otros elementos más o menos definidos. Y la escuela confesional es todo eso. Pero ella añade cierto modo de ser, un estilo de pensar, una preferencia en el obrar y una clara proclamación de la superioridad sobrenatural del ser humano.
   La escuela ­cristiana se presenta como algo más que una institución cultural. Es un manantial de vida cristiana, un semillero de esperanza, un sendero de caridad, un reflejo del Evangelio. Era la comparación que gustaba pro­poner el enamorado de la educación y de la escuela en el siglo XVII Charles Demia (1637-16­89): "Las escuelas son como semilleros, en donde las plantas tiernas son preparadas cuidadosamente para todos los empleos. Las semillas que los pastores depositan en estos campos acogedores son cultivadas por buenos mae­stros y producen verdaderos tesoros para el bien público, pues quedan bien dispuestos para la artes, ciencias y virtu­des". (Avisos 3)
   Y la razón de su importancia la expresaba este celoso promotor de maestros cristianos así: "Las escuelas públicas son como academias de la virtud para los niños pobres, en donde se enseña a someter a la razón las pasiones fogosas, se clarifica el entendimiento con las virtudes que se inculcan, la memoria se llena de buenos recuerdos y la voluntad se enardece con los ejemplos de virtud que se ven practicar".  (Avisos 4)
   Siglo y medio después de él, Gabriel Taborin (1789-1834), el Fundador de las Escuelas de la Sda. Familia, escribía en sus Guía del maestro: "Los maestros han de hacer comprender a los alumnos que la escue­la es el lugar que mayor respeto merece por parte del estudiante cristiano y virtuoso, después de la iglesia. La escuela es, en efecto, para él como otro santuario: en ella aprende los primeros elementos de la doctrina cristiana, junto con los otros conocimientos que le serán útiles; en ella reza mañana y tarde. En ella eleva el corazón a Dios frecuentemente". (Nueva Guía de los Hnos. 725)

   1.2. Rasgos

    Es evidente que, cuando hablamos de Escuela Cristiana, no aplicamos el término cristiano a la materialidad de las aulas, de los libros, de los lugares, de los horarios o de los recursos pedagógicos.

     Un reglamento, un laboratorio, un cuaderno..., ni son ni dejan de ser cristianos, aunque los maneje un bautizado. Sin embargo, un sentimiento, una idea, una actitud, sí pueden ser o no ser cristianos.
   Lo serán, si se conforman a los principios del Evangelio. No lo serán, si se alejan de los valores y de las actitudes del mensaje de Jesús, enten­dido desde la perspectiva de la Iglesia, que es la conti­nuidad de Cristo en la tierra.
   En el concepto de escuela se encierran notas tan concretas y precisas como las siguientes:
     - Contenido cultural que transmitir, programa, ideas, ciencia, saber.
     - Estructura y orden, disciplina, programación, previsión, eficacia.
 - Lenguajes pedagógicos de comunicación: lección, explicación, evaluación, aclaración, recuperación, animación.
     - Materiales, instrumentos y recursos, textos, ejercicios.
     - Lugares y horarios, tiempos y pla­nes, procesos y ejercicios.
     - Estilos, métodos, sistemas, modelos, cauces, programas.
     - Continuidad, sistematización, seguimiento, maduración.
     - Personas, relaciones, encuentros horizontales y verticales.
     - Perspectivas ideológicas y sociales, criterios, ideales.
     - Relaciones con los padres, pero también con las demás personas y comunidades interesadas en el hombre
     - Previsiones para el futuro y convenientes adaptaciones.
     - En una palabra, proyectos pedagógicos, coherentes y sistemáticos, vivos y  personales, progresivos e incluso evaluables a la larga.
    En este abanico de elementos y aspectos no queda recogida la totalidad de lo que encierra el concepto de escuela; pero sí se descubre la complejidad de lo que se esconde en ella. Si tuviéramos que jerarquizar estos rasgos o aspectos por orden de compatibilidad con lo cristiano, comenzaríamos por las personas y terminaríamos por los instrumentos. Pero en todos los aspectos habría algún tipo de resonancia cristiana. Esto diferencia lo que recoge en el sustantivo de escuela y lo que escon­de en el adjetivo cristiana.
   Aguda es la observación del intuitivo León Dehón (1843-1925): "Las cuestiones de la educación han apasionado a todas las generaciones. Han ejercido sobre los espíritus irresistible atractivo. No es un solo pensador el que ha expuesto sobre el tema sus puntos de vista. Son todos. Los filósofos buscan en esto la moralización, los políticos la influencia, los legisladores el gobierno... la Iglesia la evangelización". (La educación y la enseñanza. Dis. 1)


   Para entender mejor lo que es esa confesionalidad católica, se pueden re­cordar algunos aspectos descriptivos.
   - La Escuela cristiana es oportunidad de anuncio evangélico a través de la ciencia, de la convivencia y de la adquisición de habilidades culturales. Ofrece tiempo para la instrucción religiosa. Sugiere respuestas y orienta la vida de las personas con crite­rios trascendentes. Abre a la ciencia en armonía con la fe.
   - La escuela cristiana está identificada con la promoción y defensa de valores inspirados en el Evangelio: fe, oración, sinceridad, justicia, paz, humildad, fidelidad, conversión, amor a los hom­bres.
   - Las relaciones entre miembros de la comunidad escolar inspirada en el Evan­gelio se basan en el amor de hermanos y no en los intereses de clientes. Se pone la razón de ese amor en ser hijos de Dios, Padre común, y no preferentemente en el sentido de la autoridad o del dominio, en el valor de la ciencia o de la simple convivencia, en la necesidad del progreso o de la ética de la sociedad.
   - En la escuela cristiana se valora a la persona por su valor trascendente y por su vocación sobrenatural, no por su capa­cidad intelectual, por su raza, sexo o categoría social, de modo que se pueda ver en él un miembro del Cuerpo Místico de Cristo, un bautizado salvado por Jesús, un heredero de la vida eterna.
   - Es ocasión de cultivo de virtudes desde la perspectiva sobrenatu­ral: esperanza, caridad, generosidad, abnegación, etc. y no sólo de valores éticos, sociales, estéticos y de otro tipo humano, como acontecería si sólo se promovieran riquezas naturales: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, solidaridad, tolerancia, comprensión, fidelidad, respeto, pluralismo o convivencia.
  - Se promociona en la institución cristia­na el sentido de pertenen­cia eclesial, tanto a nivel de participación en el Pue­blo de Dios, como en la dependen­cia del Magisterio eclesial, heredero de la autori­dad carismáti­ca y kerigmática trans­mitida por Jesús a los Apóstoles, con Pedro a la cabeza, y a sus sucesores.
 -  Se promociona una instrucción religiosa de signo católico, y no sólo informaciones pluralistas, ecuménicas o culturales, con el fin de afianzar la pertenencia a la Iglesia de Jesús descubriendo el gozo de la verdad, la luz de la gracia y la fuerza de la confianza en Dios.

   2. Misión educadora

   Estos y otros rasgos citados aluden en esencia a lo mismo: a resaltar la escuela como comunidad creyente, donde se vive y bebe el mensaje de Cristo.
   Y por lo tanto se resalta en la escuela cristiana la tarea educa­dora desde una perspectiva evangélica y evangelizadora. La escuela es cristiana si se vive y se anuncia en ella la fe y la caridad de Cristo. Y no es cristiana en la medida en que se olvida el Evangelio, por buenas y correctas que sean las ciencias imparti­das, las relaciones y las actitudes. En ella se transmite el mensaje del amor a Dios y a Jesús. Y esa vivencia implica libertad, voluntariedad, compromisos, progresión adaptada a las personas y sobre todo fidelidad a la comunidad creyente, a la Iglesia, en la que la escuela está insertada.

   2.1. Misión en el tiempo

   La escuela cristiana ha ido cambiando con los tiempos, pero ha conservado su identidad fundamental, su confesionalidad. Se ha adaptado a todas las circunstancias y, sin embargo, se ha mantenido fiel y sólida en su mensaje.
   Nada ha sido tan flexible como la escuela y nada ha permanecido tan estable como la escuela. La arquitectura y los programas, las relaciones y las metodolo­gías, los horarios y las legislaciones, la disciplina y los modelos, han ido evolucionando como otras realidades lo han hecho. Pero los objetivos y los valores siempre se han mantenido. En la entraña de la realidad escolar siempre ha latido, al igual que los diversos árboles del bosque, la savia regeneradora de la vida sobrenatural.

   2.2. Misión de santificación

   Mientras que para unos la escuela fue como un sacramento, es decir, una mediación santificadora por sí misma, para otros se entendió sólo como recurso o pretexto para una tarea de proselitismo. La diversidad de opiniones y perspectivas es lo más hermoso que acontece entre los hombres; y los que promovieron escuelas cristianas no fueron ajenos al pluralismo de estilos y a las grandezas y a las limitaciones humanas.
   Lo que no podemos negar es el común aprecio que se otorga a la escuela como cauce y camino para el servicio de los hombres a partir del compromiso de una vida de exigencia evangélica: de conversión, de entrega, de servicio, de generosa dedicación a los demás desde la perspectiva de las virtudes evangélicas.
   En todo caso, la escuela cristiana siempre ha sido eco de la misión evangelizadora y ma­gisterial de la misma Iglesia. La misión confiada a los Apóstoles: "Id y enseñar a todas las gentes" (Mc. 16. 15), está por debajo de toda iniciativa, argumento o apoyo escolar.

   2.3. Origen autónomo

   Es en el siglo XV y XVI cuando por primera vez se empieza a formular y definir el concepto de escuela cristiana. Hasta entonces la confesionalidad era una tonalidad ajena a toda dialéctica funcional y la integración de lo escolar en lo eclesial (parroquia, hospicios, asilos, etc.) resultaba indiscutible y natural.
 
   2.3.1. Espíritu y estilo.

   Pero comenzaron a surgir con los afanes humanistas definiciones escolares de diverso signo. Se presentó un tipo de plataforma original de catequesis, como superación de la mera catequesis parroquial, anexa a los actos litúrgicos y a las devociones piadosas.
   Las parroquias promocionaron un movimiento magnífico en casi todos los paí­ses y las "escuelas parroquiales" dejaron de serlo tales para convertirse en "escuelas cristianas" localizadas en ámbitos, terrenos, edificios o soportes de la parroquia. Los maestros dejaron de ser sacristanes, los párrocos dejaron el oficio de rectores escolares y, lo que es más importante, los programas culturales dejaron de ser sólo señuelos para enseñar la doctrina cristiana.
  Surgieron escuelas parroquiales como obra de misericordia (enseñar al que no sabe), para que los niños, sobre todo pobres, adquirieran cultura humana: leer, escribir, calcular, oficios y labores, junta­mente con la conveniente instrucción en la doctrina cristiana, pero sin reducirse a ella como motivo único.
   Hasta el siglo XV la corriente de escuelas parroquiales era escasa por la insensibilidad cultural de la población. Pero desde el triunfo de las corrientes humanistas, y la orientación del concilio de Trento (1545-1563) la escuela popular, sobre todo en las zonas urbanas del sur de Europa, se hicieron frecuentes. En el siglo XVI la extensión resultó ya generalizada. Los maestros de escuela dejaron de ser clérigos, incluso sacerdotes, que hallan en esta tarea un oficio remunerado, aunque siempre se movieron en la mayor pobreza. Y surgieron los "profesionales" de la educación cristiana.
   Se rigieron por normas públicas como las del Concilio de Bourges de 1584, o las Ordenanzas de diversas Diócesis y normativas reales, que establecían obligaciones y apoyos a esta docen­cia

    2.3.2. Promoción en Italia

    La escuela cristiana popular nació en Roma y en los entornos renacentistas de la urbe, que conocía los esplendores renacentistas y la miseria popular.

   Tal vez sea S. José de Calasanz (1556-1648) el que mejor represente el tránsito de la escuela de piedad o de mise­ricordia (nombre de su obra escola-pía) a la conciencia de una necesaria cualifica­ción.
    Este genio de la educación popular escribía: "En cuanto a las escuelas, por ser nuestro principal ministerio, se debe poner gran diligencia en la parte literaria con el fin de atraer a los alumnos a ellas. Pero nuestro fin principal va a ser enseñar el santo temor a Dios." (Carta 2876)
   Y esta demanda iba dirigida a los maestros de unas escuelas populares que se entregaban a la formación cultural de los alumnos al mismo tiempo que se esmeraban en su instrucción religiosa.
   Por los mismos años, S. Ignacio de Loyola (1491-1556) también enviaba sus mensajes escolares a su "Compañía de Jesús. "La educación religiosa ha de estar basada en la educación humana armónica, integral y completa. Sin amor y posesión de la doctrina cristiana, la mente y el cora­zón quedan en el vacío, ya que sólo el conocimiento de la verdad revelada hace al hombre libre y abierto hacia lo espiritual. Hay que cuidar mucho la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños los domingos y fiestas y aun en los demás días. Hay que hacerlo en la propia casa o en algún otro sitio próximo y cómodo que sea conveniente". (Carta 13 Junio 1551)

   2.3.3. Documentos orientadores

   Pero tal vez la mejor "teoría de la escuela cristiana" nació en los finales del siglo XVI en Francia, cuando las escuelas populares instaladas en las parroquias toman carta de naturaleza en toda Europa. Aparecieron los mejores documentos organizativos y metodológicos que rigieron la acción.


     Se desarrolló así la catequesis escolar autónoma y original, pues fue el motivo para crearlas escuelas de caridad. Como ejemplo típico de la tímida etapa de se­parar la escuela de la depen­dencia pa­rroquial puede ser en Francia "La Escuela parroquial" (L'école parroissiale ou la manière de bien instruir les enfants dans les petits écoles). Fue guía orientadora de las escuelas parroquiales en Francia del siglo XVII. Firmado por "I. de B. indigno sacerdote", y publicado en París en 1655, fue obra de Santiago de Bethencourt, del Seminario parisiense de S. Nicolás de Chardonet. Afirma tener experiencia docente de 18 años trabajando con afición en esas escuelas. En sus 360 páginas se da la preferencia a la instrucción religio­sa de los escolares y se la considera como labor primera y evangelizadora a lo largo de los años infantiles.
   Se habla en sus cuatro partes de las cualidades del maestro, de los modos de enseñar la religión, de los métodos para leer, escribir, aritmética, cortesía, etc.
   No fue el único manual, pues otros textos se publicaron en estos años como es del canónigo Martín Sonnet, en 1672, de 452 páginas, con el título de "Reglamento de las escuelas de Gramática de la Villa de París".
    Muy interesantes fueron los "Avisos" (Remontrances aux Echevin et principaux habitans de la ville de Lyon touchant la nécesité pour l'instruction des enfants pauvres), publicados en Lyon en 1666, por Carlos Demia.
   Y no menos conocida fue ya a comien­zos del XVIII la "Guía de las Escuelas Cristianas", de S. Juan Bta. De la Salle, escrita en 1696 y mantenida y divulgada manuscrita hasta su primera edición en 1720.

   2.3.4. Espíritu de los maestros

   El espíritu de las escuelas cristianas populares en el siglo XVII en Francia puede resultar el modelo de lo que brillaba en otros lugares. Por eso interesa dejarlo reflejado como modelo. En este tiempo y ambiente son más abundantes que en otro lugares. Basta la lectura de los títulos para intuir su orien­tación:
    - "El pedagogo cristiano", de Felipe D'Ou­tremen, en dos tomos, 1629.
    - "Cuestión célebre: si es preciso y conveniente que las mujeres sean cul­tas". Guiller­mo Coletet. 1646.
    - "Testamento y consejos de un buen padre a sus hijos". Fortin. 1648.
    - "Reglamento para los niños". Jaquelin Pascal. 1657.
    - "Instrucción de la juventud en piedad cristiana". Ch. Bobinet. 1665.
    - "La educación cristiana de los niños según las máximas de la Sda. Escritura". Alex Varet. 1666.
    - "Avisos cristianos y morales para la instrucción de los niños". Cl. Joly, 1675.
    - "Instrucción cristiana de las niñas". Mar­got. 1682.
    - "Tratado de la elección y del método de los estudios". Cl. Fleury 1696.
    - "Reglas para la educación de los niños". Coustel. 1687.
    - "Tratado de la educación de las niñas." de Fenelón. 1687.
    - "Máximas y reflexiones sobre la educación de la juventud". Jean Pie, 1689.
    - "Sobre la educación de los niños" del  P. Coste, 1695.
    - "Máximas para educar a jóvenes y formar hombres honrados". Marmet. 1706.
   Se advierten diversas características en todos estos documentos, que pronto llegarían a extenderse por toda Europa y definirían ese tipo de escuelas.
    - Necesidad del orden minucioso y seguimiento de los escolares, empleando una disciplina adecuada a la edad.
    - Preferencia por la lectura en lengua nativa (francés) que en el usual latín orientado a las ceremonias religiosas, bajo las influencias clericales.
    - Creciente orientación hacia una pragmática acomodación al trabajo, y no hacia modelos literarios preferidos por las burguesías del momento.
    - Sentido creciente de autonomía de la actividad escolar con respecto a la Iglesia, las catedrales, las parroquias, las instituciones tradicionales religiosas.
    - Atención prioritaria a la instrucción religiosa cristiana, para infundir hábitos de buen comportamiento.


 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   2.4. La escuela popular

   Nació, pues, una escuela popular cristiana, preferentemente para pobres y para los hijos de los artesanos, que no orientaba a los alumnos a estudios posteriores sino que les disponía para el trabajo honrado, pero realizado con una plataforma de cultura popular básica: saber leer y escribir, calcular, conocimientos sociales y hábitos dignos de comportamiento. Todo ello, evidentemente, apoyado en una sólida instrucción en las verdades cristianas.
   El siglo XVI en Italia y el XVII en Francia brillaron las escuelas cristianas en esta dirección y prepararon el cambio de época. Así pudieron asimilar sin traumas el racionalismo cartesiano, el realismo de Comenio, el empirismo de Lokke y el posterior enciclopedismo de Diderot y D'Alambert, etc.
   El nacimiento de la escuela popular representó un salto cualitativo en la promoción de la cultura y en la apertura de los tiempos modernos, como nunca había sucedido en los tiempo anteriores.



  

El protagonismo de la naciente escuela cristiana fue claro en este tránsito y mérito que Historia debe agradecer a las clarividentes e intuitivas figuras que protagonizaron tan gigantesco servicio.

   3. Etapas

   La visión de la escuela y el valor que se le atribuye, tanto desde ópticas sociológicas como en el plano confesional, reclaman algunas precisiones evolutivas que faciliten la comprensión de su realidad, de su influencia, de la diversidad de rasgos que ha ido presentando a lo largo de los tiempos. No siempre la coyuntura y el beneficio del centro escolar se han apreciado de la misma forma. Las condiciones de vida no han sido las mismas histórica ni geográficamente.
   La Iglesia, en su proyecto fundamental de servir a los hombres, también en el terreno de la educación escolar, se acomodó a cada momento en la promoción de sus escuelas y en sus relaciones con la sociedad humana, a lo que pareció mejor para su misión evangelizadora.
   El papel que se atribuyó a la labor escolar en los ambientes populares de las ciudades renacentistas no fue equivalente al que se le concedió en las postrimerías del siglo XX. Del mismo modo, el peso que puede ofrecer la tarea docente en una población en regresión demográfica, al estilo de la europea, no equivale a las atenciones que reclama en los países de menor desarrollo económico y cultural y con gran explosión poblacional, al modo de Africa o Suramérica.
   No ha sido sólo el terreno de la cultura y educación el que ha sufrido las trans­formaciones continuas y a veces convul­sivas. Otras realidades sociales, además de los centros educativos, han sido suje­to pasivo o activo de los cambios: la familia, las corporaciones, la propiedad, la legislación, los Estados y los gobiernos, las organizaciones eclesiales, etc. No interesa dilucidar ahora lo que ha representado la confesionalidad docente a lo largo de los siglos. Pero sí nos conviene entender lo que hay en los movimientos educativos inspirados por la Iglesia cristiana, la misión que han juga­do las personas, lo que hoy reclama la comunidad eclesial hoy y en el porvenir.
   Ordinariamente los hombres no hacen la Historia de forma consciente, sino que sólo la averiguan cuando ya los hechos han acontecido. Es normal que, a corto alcance, forjen mucho planes; pero, es frecuente equivocarse en su planteamiento cuando de Historia religiosa se trata. Ellos ponen la atención en los recursos más que en los ideales. No advierten que muchas veces Dios, que no está sujeto a limitaciones ni se supedita a las tradiciones humanas, promueve otras líneas de acción que no coinciden con las previsiones terrenas.
    Con todo, podemos intentar un seguimiento de ese proceso histórico desde la perspectiva de lo que fue la confesionali­dad escolar. En el intento, detectamos tres momentos, y tres diferentes actitu­des, a lo largo de los siglos. Son las referencias que van a definir tres modos de entender la escuela cristiana y, en consecuencia, tres estilos de actuar los Fundadores educadores.
    *  Un primer momento, el más largo y primitivo, fue el proceso de siglos, en que la Iglesia hizo labor generosa de SU­PLENCIA educativa, al no ser capaces todavía los Estados ni sus gobernantes de entender la cultura como un derecho básico de la persona
    *  El segundo se extiende desde comienzos del siglo XIX, cuando la diversidad de actividades educativas y la multiplicación de Instituciones religiosas dedicadas  suscitan en educación cierta actitud de COMPETENCIA. Hace posible ofrecer una escolarización de calidad frente a los tímidos esbozos escolarizadores de los organismos estatales.
    *  El tercer momento nace en el presente, en la segunda mitad del siglo XX. Los poderes públicos regulan minuciosamen­te los servicios sociales, entre los que sobresale el de la educación, y la Iglesia reclama, como sociedad, su derecho de PRESENCIA en el campo de la escuela.
    Los cambios portentosos que se han ido produciendo imperceptiblemente a lo largo de este itinerario invitan a un minucioso análisis sobre lo que es variación desde fuera, es decir en virtud de las circunstancias, y lo que procede del interior de las personas, que tiene más que ver con el mensaje, con el carisma, con el espíritu de la Iglesia y de los promotores de escuelas cristianas.

    3.1. Etapa de suplencia

    Durante quince siglos, la cultura fue patrimonio de minorías privilegia­das. Suponía medios, ámbitos, estructuras, recursos, experiencias, que muy pocos podían conseguir. En consecuencia, la escuela no se podía mirar de otra forma que como curiosa realidad inaccesible para cualquier persona ajena a grupos influyentes o con capacidades económicas elevadas.
   Cronológicamente es un estadio estático, prolongado, homogéneo, que dura hasta el siglo XVIII. Lo podemos denominar suplente o compensatorio, pues los creyentes, la Iglesia, hacen por caridad lo que los Estados y los hombres de gobierno no son capaces de hacer por justicia.
    La compasión educadora se inicia en los albores del cristianis­mo. Heredero de la tradición grecorromana, más que de la judía, el cristiano primitivo pronto descubre lo importante que es el saber huma­no. Sobre todo, recoge los usos grecolatinos de enseñar a los niños y a los jóvenes, junto con las letras y las ciencias, los modos de comportamiento social y las creencias del medio cultural.
    Se caracteriza este largo período por la carencia de ideas pedagógicas en la sociedad civil (reyes, ciudades, gremios, etc.), salvo las derivadas de la crianza de los hijos en el ámbito familiar. Se care­ce de cauces o medios para resolver la indigencia cultural. Es la Iglesia, que es lo mismo que decir los fieles cristianos, quien siente compasión por los ignorantes y decide aportar su labor.
   Hasta el siglo XIX, es decir durante 1.800 años de cultura cristiana, la Iglesia trabajó en la escolarización, como lo hizo en los hospicios y en los hospitales, persuadida de que realizaba una buena acción, una "obra de misericordia". Enseñar al que no sabía, como asistía al mendigo, ayudaba al enfermo o consolaba al triste. Enseñar era expresión del amor, nacido al calor de la demanda evangélica de servir al prójimo.
   - Los poderes estatales, generales o locales, no promocionan durante esos largos siglos entidades escolares propias ni apenas regulan esa actividad con ayudas, normas o vigilancias. A nivel de naciones, de regiones y comarcas, de ciudades y pueblos, se cuenta siempre con impuestos masivos para todo: caminos, puentes, templos, palacios, viajes, exploraciones, sobre todo guerras. Sin embargo, no se poseen recursos ni ideas para sostener escuelas y maestros, para atender a los niños o a los adultos. ¿Para qué necesitan saber leer y escribir los campe­sinos, los criados, los soldados?
   -  Desde que el mundo cristiano reemplaza al mundo romano con sus usos y tradiciones, la cultura se refugia en los centros de Igle­sia: en los Monasterios, en los templos, en algunos palacios. Se salva la mayor parte del saber antiguo gracias al valor de sus bibliotecas. Después se desarrolla en las nacientes ciudades, donde brotan poco a poco "Estudios Generales".
    A partir del Renacimiento, las escuelas se vuelven necesarias plataformas de promoción humana y religiosa. Y, cuando son cristianas, que entonces equivale a perteneciente a la órbita clerical, lo que añaden es la presentación de los valores espirituales, fusiona­dos con los morales y culturales.
   - Pero, la mayor parte de las veces se dirigen a categorías sociales privilegiadas y muy influidas por los estamentos clericales o destinados desde la infancia a incrementar claustros, cabildos o grupos similares. Promovidas, controladas y sostenidas por los grupos eclesiales vinculados a los grupos dirigentes, para ellos se orientan y en función de sus intereses de clase se organizan.
   - La escuela cristiana de la antigüedad, nunca definida por su confesionalidad, pues es impensable la existencia de otra alternativa, es promocio­nada por la Iglesia con actitud de asistencia. Su mentalidad y sus capacidades no pueden diseñar otros planteamientos. Como los hombres de Iglesia deben responder de los actos de culto y cuidar los templos, también consideran anejo a su categoría de defensores y promotores de la cultura cristiana el deber de la promoción educativa de la población.

   -  Tampoco a los hombres de Iglesia, hijos de su tiempo y eco de su ambien­te, se les pasa por la mente otra razón de actuar que servir por misericordia e instruir por compasión. Del mismo modo que por caridad cristiana dan de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo y de alojar al peregrino, la docencia, al menos cuando se dirigía a las gentes del pueblo, se mira como obra nacida de la benevolencia, de la magnanimidad, de la generosidad.
   Nadie considera entonces que enseñar a leer, escribir, calcular, y otras tareas básicas culturales, es un derecho de la naturaleza humana, como lo es el rezar o el esperar en el orden espiritual y el respirar, el dormir o el comer para no morir en el plano de la naturaleza. Ante la ignorancia social, y con esas inveteradas costumbres de cultura selectiva, la Iglesia, por sentido de misericordia, promueve y sostienen centros de instrucción, sobre todo para los necesitados.
   Esa labor adquiere una dimensión especial, hasta urgente, desde los siglos XIV y XV, cuando la dispersa población rural, que durante mil años ha llenado las campiñas trabajando para los señores, comienza a urbanizar sus estilos de vida por el incremento del comercio y la rentabilidad de las tareas artesanales. Enton­ces muchas gentes se acumulan en ciu­dades, villas, burgos y aldeas. Surgen nuevas formas de convivencia y brotan nuevas demandas educativas para nutrir con personas preparadas los diversos oficios que la población urbanizada reclama. La instrucción religiosa es urgida por los responsables, sobre todo desde la Revolución que llamamos pro­testante. La Contrarreforma católica descubre en la educación un apoyo básico contra el error. Por eso, se mira con preferencia la docencia en las escue­las populares y se declara meritorios a los Fundadores que, conscientes de ese valor, hacen lo posi­ble por promover obras educadoras.

   El soporte en que se apoya la formación de la fe religiosa es, desde el siglo XIV, la parroquia y los párrocos. Se comienza a promover con afán las escuelas populares. Las ciudades europeas, sobre todo de los reinos del norte euro­peo, se sienten violentamente sacudidas por esta inquie­tud durante más tiempo y con más fuerza de lo que acontece en otros ambientes. Organizan las tareas docentes de manera más intensa. Pero algo similar acontece en las ciudades mediterráneas, comenzando por Roma, la cabeza de la cristiandad. En todas partes los grupos de caridad y las personas piadosas prefieren la limosna de educar a los niños necesitados. La practi­can ahora más que la acción de dar pan y vestido a los mendigos o atender a los enfermos.
   - El nacimiento de las diversas instituciones educativas, al estilo de la Escue­las Pías de S. José de Calasanz, en la Roma del Siglo XVI, y de la Escuelas Cristianas de S. Juan Bta. De la Salle, en la Francia del XVII, se convierte en eco y fuerza de la nueva Iglesia, cuya infraestructura social se halla en la parroquia. Y uno de los afanes de sus promotores es obtener la suficiente independencia para organizar las escuelas sin "tributos de sacristía" y, desde luego, sin intromisiones clericales.
   -  Las ayudas para sostener las escuelas proceden de generosos donantes que suministran limosnas en forma de rentas fijas o de dádivas ocasionales, siempre dependientes de los vaivenes de su fortuna. Llegan los dones a las escuelas por la misma razón y vía que llegan a los asilos, a los hospitales, a los cementerios. Dar limosna para una escuela es como hacerlo a indigentes que necesitan comer, vestir, leer, escribir.

    Puesto que se trata de obras de cari­dad para hijos de artesanos, de criados y de mendigos, quienes a ellas se dedi­can son personas compasivas y socialmente no muy significativas. Entre la clericatura y el magisterio se establecen distancias infranqueables, pues las ta­reas resultan casi incompati­bles.
   Personas muy generosas y por moti­vos religiosos, como el Canciller de la universidad de París Juan Gerson (1363-1429), son capaces de entregarse a la educación de los niños, que son la espe­ranza de la Iglesia. Cuando algún Fundador, al estilo de S. José de Calasanz (1556-1648), logra romper las fronteras entre ambas, se le mira como un ilumina­do y como un héroe, pues se considera un servicio de humildad "propio de san­tos" el dedicarse a las tareas docentes.
   -  Las familias que cuentan con recursos, manifiestan interés en que sus miembros reciban adecuada instrucción individual desde los primeros años. Muchas de ellas tienen a gala el configurar un mecenazgo pedagógico. Surgen los pedagogos del Humanismo renacentista, al modo del liberal Erasmo de Rotterdam (1466-1536) o de Luis Vives (1492-1540), que escriben con elegancia y teorizan sobre criterios, programas y objetivos educativos.
  -  Al margen de los preceptores familiares que, en cierto sentido, recogen la herencia de los antiguos "pedagogos" griegos y romanos, no tardan desde el siglo XIV en nacer "colegios" para clases pudientes que, desde luego, no llegan a las masas populares y menos a las campesinas. Estos centros surgen por el interés de la formación en los años infantiles y por la necesidad de compartir la cultura clásica predominante.
    De todas formas, siempre hay "colegios" para los hijos de familias burguesas, sobre todo a partir del siglo XIV. Jeronimianos, Oratorianos, Jesuitas son tres grupos institucionales que comparten la docencia burguesa. Las tareas de estos centros se dirigen hacia objetivos más culturales que asistenciales. Sus docentes se sostienen con rentas más significativas que caritativas, procedentes de señores que sufragan generosamente la docencia de sus hijos y otros muchos. Cuentan con cierto reconocimiento social
 

  Son iniciativas minoritarias que siguen la dinámica de la suplencia. Hasta el siglo XVIII, frecuentemente poseen un sentido propedéutico para la clericatura o para las diversas tareas relacionadas con ella. Es fatigoso y difícil durante siglos el desprenderse de los soportes clericales en la promoción cultural. Es laborioso el organizar cualquier actividad docente abierta y diferente del sentido de caridad que presuponen las escuelas parroquiales. Pero pronto las aguas comenzarán a discurrir por otros cauces.
  

Ni que decir tiene que el público escolar femenino no cuenta con muchas oportunidades. En muchos ambientes, queda tenaz, global e injustamente mar­ginado. Pero también se va despertando un movimiento interesante de educación de la mujer. Aparecen también Congregaciones religiosas para atender a doncellas de clases desahogadas, al estilo de Sta. Juana de Lestonnac (1556-1640), y movimientos populares como los de Ursula de Benincasa (1550-1616) y de Sta. Luisa de Marillac (1591-1660).

 


 
  

 
 

    3.2. Competencia

   El siglo XVIII es un siglo de efervescencia ideológica, por lo tanto de convulsiones políticas, sociales y económicas en Europa. La sociedad se transfor­ma por factores que la conmocionan: incremento de la riqueza colectiva, comercio que desencadena la colonización masiva de regiones de Africa y de Asia, difusión masiva de los metales preciosos y de productos selectos que llegan de los nuevos territorios, nacimiento de la pri­mera industria textil y metalúrgica, que desborda el predominio artesanal de otros tiempos.
  - Se afianza en las ciudades una clase media influyente y exigente.
  - Se incrementa el interés por saberes prácticos, según las nuevas demandas sociales y exigencias comerciales.
  - Se agudizan críticas y rebeldías anticlericales, atizadas por los intelectuales muchas veces, pero, en ocasiones, inspiradas por intereses económicos de países poderosos escapados del catolicismo tradicio­nal.
  - Se ponen de moda los pensadores liberales, que cuestionan en público "los derechos del altar y del trono", hasta entonces indiscuti­bles.
   Junto a estos factores decisivos, se gesta la conciencia de que es preciso luchar contra diferencias sociales abusivas, contra privilegios y latifundios, contra las prerrogativas de unos pocos a costa de los más. Se critica el inmovilismo (o conservadurismo) en una sociedad que siente los afanes del cambio; y se proclaman progresistas a los que quieren reno­var las estructuras, por buenos procedi­mientos o también por la violencia. Se magnifica la libertad y el valor de la democracia (liberales, se autoproclaman unos) para conseguir un mundo más justo y con beneficios mejor distri­buidos.
   En esa sociedad sacudida por olas de agresividad y por pluralidad de ideas y libertad de expresión, los enciclopedistas, que prometen alivio a las gentes con la cultu­ra, dudan a la hora de las realizacio­nes. Al igual que J. J. Rousseau (1712-1778), escriben bellamente de educación, como acontece en El Emilio escrito al tiempo que su autor lleva a sus hijos al Hospicio por no saber o no poder educarlos como pro­clama en sus escri­tos.
   ­ Los años van acrecentando un profun­do estado de tensión en los espíritus. Las gentes se hacen menos asiduas a los sermones festivos de las iglesias y más afectas a los mítines de los oradores políticos, que sueñan con nuevas organizaciones laborales que desborden las inservibles cofradías de otros tiempos.
   Caldeados los espíritus, estalla el drama en las calles de París en 1789 y la chispa se divulga veloz por toda Europa. Se prolongarán los aconteci­mientos y sus consecuencias más de un siglo, llenando todos los países de ríos de sangre y haciendo crujir las ideas nuevas a costa del "antiguo régimen".
   - Europa queda sem­brada de cadáveres materiales, pero también morales y espirituales. Se des­truyen los viejos modos de hablar y pen­sar del cristianismo y se inventa la nueva religión en torno al diosa Razón y al poder político. En el intervalo caen muchas cabezas en la máquina inventa­da por el médico José Guillotin. Entre ellas es la más simbólica la del monarca francés Luis XVI y la de su esposa María Antonieta. Pero también rueda la del promotor del "Período del Terror", Maxi­miliano Robespièrre, recor­dando que "toda revolución termina devo­rando a sus propios hijos."
    - Los nuevos tipos de escuela se integran en esta primera fase que va desde el 1789, en que las turbas arrasan toda Francia, hasta 1814, en que cae el último revolucionario, el autoproclamado Emperador Napoleón Bonaparte.
    Este tiempo es de destrucción. Arden muchas joyas: son arrasados multitud de edificios célebres e iglesias, se suprimen muchas instituciones culturales. Son aniquiladas las obras asistenciales, incluso las populares. Se intenta exterminar a las clases sociales nobles, a los eclesiás­ti­cos y los propietarios y comer­cian­tes.
    -  La segunda fase comienza con la destrucción del Imperio napoleónico en 1815 y con la reacción absolutista que surge en los diversos Estados euro­peos. Toman las riendas del "nuevo orden o restauración", los que consideran la "ilustración" como causa del desorden y pretenden otro estilo de formación.
   Se lucha durante un siglo por una imposible restauración, sin com­prender que los hechos históricos no son reversi­bles pues las aguas tienden siempre a sus cauces naturales y nuca regresan hacia atrás. Por eso, las tensiones y las explosiones revolucionarias no cesan, las actitudes antieclesiales se mantienen, los grupos sociales siguen distanciados por el poder. El tener y el saber, las luchas ideológicas no conocen tre­guas.
   Interesa resaltar que de la Revolución y de sus ideales, utópicos a veces y en ocasiones malévo­los, se desdibujan muchas cosas con el paso del tiempo. Con todo, algunos rasgos quedan para escarmiento de la conciencia colectiva de los pueblos, sobre todo en los heridos por hechos violentos.
   Al tratar de recuperar la paz y el orden, también la Iglesia intenta rehacer su combatida influencia a lo largo de toda la primera mitad del siglo XIX. Pero, aunque lo consigue en parte, su labor ya no será predominante como había acontecido en tiempos pasados.
   Las ideas, las iniciativas, los servicios, tienen que compartirlos con otras Institu­ciones, que surgen al margen, y en ocasiones en contra, de toda definición o confesionalidad religiosa. En el terreno de la educación, la Iglesia se hace consciente de que los afanes culturales de los tiempos nuevos son mayores y reclaman respuestas eficaces.
   En las ciudades y en las regiones  quedó el afán de tener también maestros, escuelas y centros de saber pro­pios, que ya no serán los antiguos dependientes de las parroquias. Los municipios y las autoridades locales se dan cuenta de que también a ellas correspon­de promo­ver la instrucción de los ciuda­danos y se aprestan a trabajar en este terreno. El tipo de escuelas municipales y urbanas que surgen con profusión, si escuela se puede llamar a un pobre local que acoge a niños dirigidos por un maestro sin preparación cultural, sin casi honorarios y sin disposición pedagógica, no puede ser ni eficaz ni definitivo.

    La sociedad demanda educación, o instrucción, como entonces se dice. Se valora en sí misma y se convierte cada vez más en instrumento de promoción personal y familiar. Por eso las escuelas, aunque po­bres e insufi­cientes, son apre­ciadas. Esto acontece en Francia, cuna de la primera rebeldía convertida en ideología. Y se reproduce en otras nacio­nes del conti­nente: España, Italia, Inglaterra, Centro Europa.

 


 

  En el fondo de todo late una desgarradora cuestión social: desajustes de cla­ses, privilegio de minorías, carencia de libertad verdadera de expresión, etc. Y sienten que cada vez es mayor la demanda de justicia auténtica y que no basta la simple caridad o misericordia. Piden nuevas formas de educación.
   El Beato Eugenio Mazenod (1782-1861) escribía sobre su ambiente: "En esta situación tan penosa en que está Fran­cia, solamente las misiones podrán devolver al pueblo la fe que ha perdido...
   Convencido de que el empleo de ese medio es una necesidad indispensable en nuestra región, y lleno de confianza en la bondad de la Divina Provi­den­cia, hemos puesto los cimientos de una obra que proporcionará asidua­mente buenos misioneros a las zonas rurales...
   Nos pondremos al alcance del ignorante más sencillo. Como un padre de familia, reuniremos a nuestros hijos para descubrirles un tesoro. Pero hará falta valor y constancia para conseguirlo."   (Carta 9 Octubre 1815)
   Junto a las escuelas anima­das y precariamente sostenidas por los poderes estatales, comienzan a lle­narse las ciudades, y también las zonas rurales, de centros escolares. En ellos se pretende recuperar el pulso cristiano de la socie­dad por cauces educativos, que son múltiples.
   La ignorancia de las masas es mirada por la Iglesia, y por los mismos Estados, como la causante de todas las destrucciones y aberraciones pasadas. La solución a los males sociales habrá de lo­grarse por la redención cultural de la po­blación.
   Educar a la juventud desde los primeros años, y prepararla para acomodarse a las circunstancias de una nueva época en marcha, se convierte en una urgente necesi­dad.
   - Toda Europa y, por su influencia, el resto del mundo, se llena de escuelas de nuevo cuño. Unas lo son por el frescor de una nueva ola fundacio­nal. Otras se renuevan, después de haber sobrevivido a la hecatombe revolucionaria. En todas late la certeza de que amanece una nueva época, que debe ser evangelizada con los lenguajes del saber de los nuevos tiempos.
   Los educadores de esos centros se hacen cada vez más cons­cientes de la necesidad de una rigurosa preparación.
   Al principio tímidamente, pero después de una manera mucho más consciente y explícita, se produce cierta tensión entre las dos redes escolares que cubren todos los países: la red de centros pro­mociona­dos por los poderes públicos, que suelen ser denominados oficiales o estatales; y la red de los centros confesionales, llamados privados, que pertenecen en su mayor parte a grupos cris­tianos como son los Institutos y las Con­gregaciones.
   La competencia entre ambos tipos de centros docentes no llega a ser ordina­riamen­te rivalidad, pero no deja de provocar emulación y en ocasiones recelos y mutuas desconfianzas. En ambos late el deseo de un mejor servicio ecle­sial, en lo cultural y en los evangélico, como no podía ser de otra forma. De haber surgido los centros cristianos con pretensiones dialécticas, no hubie­ran respondido a los criterios del Evangelio.
   -  El ámbito de los "centros públicos", por estar promocionados y sostenidos por los poderes estatales, locales o nacionales, se rige por normas, planes, personas, normalmente dependientes de los diri­gentes de cada momento. Esas personas son funcionarias, es decir actúan en función y en nombre de la autoridad que las dirige.

 


   -  El sector de la llamada "enseñanza privada", que se asocia en la mentalidad popular con centros pertenecientes a la Iglesia, sobre todo a través de Institutos religiosos o entidades diocesanas, se mue­ve con cierta autonomía en progra­mas y métodos, se adapta más a las necesidades y menos a las normativas, está animado por personas "más vocacionadas". Por eso se suelen denominar centros de ense­ñanza libre.
   -  En ocasiones, no muchas, surge una "tercera vía", la de educado­res o centros que, sin ser estatales, pretenden otros objetivos que no son los de Iglesia. En todos los ambientes aparecen pedagogos laicos, que escriben y a veces realizan obras modélicas de educa­ción. Ya no se definen como hombres de Iglesia y en ocasiones militan con cierta agresividad contra ella.
   Tales son los movimientos de la "Insti­tución libre de enseñanza" iniciada por Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) con ideas de Julián Sanz del Río (1814-1869) o de los movimientos anarquistas de Francisco Ferrer i Guardia (1859-1909). Las rivalidades llegan en ocasiones a crear tensiones ideológicas y so­ciales en los tres tipos de centros, confesionales, estatales y laicos y se imposibilita una dinámica tolerante y liberal.
   Los servicios educativos son mirados por todos como necesarios, pero cada uno de los tres sectores encuentra en ellos una motivación y una rentabilidad: social los estatales, evangelizadora los de Iglesia, de aristocracia intelectual los laicos del tercer grupo, que se presenten como paladines de la libertad, aunque no de la democracia.
   Todos intuyen que quien tiene la juven­tud influye en la socie­dad. Tratan de hacer lo mismo y a veces condenan a los otros sectores que consi­deran rivales. Están todavía lejos los tiempos en que se miren frater­nal­mente y se acepte el pluralismo como criterio de vida.
   Con frecuencia la rivalidad o antago­nismo entre los centros no proviene de la titularidad publica o privada, estatal o eclesial, en que se amparan, sino en las actitudes laicistas o confesionales que asumen y levantan como bandera política los partidos que se enfrentan en diversas contiendan electorales. Así acontece con los partidos socialistas de Europa, al estilo de la Socialdemocracia alemana, del PSOE español o del PS francés e incluso del laborismo inglés. Se vuelven cicateros con la confesionalidad, no por que sus miembros sean anticristianos, sino porque necesitan actitudes escandalosas que llamen la atención a falta de programas creativos que dinamicen la sociedad.
    Son esas fuerzas las que, con frecuencia, transforman en rivalidad, lo que por parte de los centros de Iglesia no es más que mera diferencia de criterio. Son sus promotores los que más contribuyen a dar tono competitivo. Todo el siglo XIX y la primera parte del XX se dará un verdadero pulso entre el laicismo docente y la docencia confesional. Y tendrá en ocasiones tanta carga destructiva que se aniquilarán a veces miles de escuelas sin tener en cuenta el vacío educativo que dejan tras de sí medidas sectarias.
   Lo que hay detrás del movimiento prusiano del Kulturkampf, entre 1873 y 1883, lo que inspira en Francia las leyes antieclesiales de finales del XIX que terminaron con la estúpida e irracional norma del ministro Combes en 1904, o lo que se recoge y se inicia en el artículo 26 de la Constitución republicana de España en 1931, por citar sólo ejemplos de tres países representantivos, era la misma realidad: pura y simplemente el intento de arrasar la docencia inspirada en crite­rios católicos por motivaciones políticas más que antirreli­giosas.
   Hoy nos resulta casi incomprensible que Estados que no están preparados para ofrecer a todos los ciudadanos asistencia escolar cualificada sean capaces de aniquilar miles de escuelas confe­sio­nales sólo por sectarismo.
   Pero la realidad es así, incluso mucho peor, cuando la pasión ciega la razón.
   Guillermo José Chaminade (1761-1860), escribía después de la Revolución francesa un mensaje valido para el porvenir: "La filosofía y el protestantismo, favorecidos en Francia por el poder, se han apoderado de la opinión pública y de las escuelas, esforzándose por extender en todos los espíritus, sobre todo en la infancia y en la juventud, ese libertinaje de pensamiento, más funesto todavía que el del corazón, al cual va unido inseparablemente". (Sobre la fe. 317)
   Desgraciadamente esta preferencia crea una falsa conciencia, que se va a prolongar hasta finales del siglo XX. Se identifican, en la opinión popular, los colegios de "alumnos ricos" con los cen­tros de Iglesia. Y se asocia la idea de "escuelas estatal" con el nivel de las clases modestas. Se une en la concien­cia popular la enseñanza pública y la gratuidad y la educación privada con la aristocracia económica.
   Es fácil comprender que esta equiparación ni es cristiana ni es justa ni es natu­ral. Ni siquiera es objetiva y real, pues siguen animados por instituciones ecle­siales multitud de asilos, hospicios, escuelas gratuitas de aldea rural, centros para deficientes físicos o mentales, escuelas para hijos de obreros en zonas industriales, etc, además de las masivas aportaciones en personas y recursos a los países llamados misionales.
   Pero la imagen es la imagen y ahora comienza a resultar irresistible el poder de los prejuicios populares. No se trata de buscar culpabilidades históricas a posteriori, ni interesa ya discurrir sobre si hubiera podido ser superada semejante aberración. Sin embargo, es cierto que, en la mayor parte de los países, la aso­ciación entre ambos esquemas se con­vierte unas veces en perplejidad y otras veces en motivo de reticencias y de mutuas desconfianzas o aversiones. La rivalidad llega a veces a niveles con­flicti­vos y nada hay más lejos de una escuela cristiana que el rigorismo o el fana­tismo que sospechan sus adversarios.
   De esta llamada aquí etapa de la competencia se derivan ciertas consecuencias que pueden reencauzar la labor venidera de la escuela cristiana.
  -  Por una parte, es digno de notarse el hecho de que, ante las dificulta­des, se potencia la mayor eficacia didáctica en los programas, en los métodos, en las instalaciones, en la dedicación y en los recursos que se emplean. Aunque no se realice más que por imperativos legales, termi­na cualquier medida adversa produciendo apoyos importantes. En esa nece­sidad de mejora se ha fundado con frecuencia una pedagogía cristiana.

    - También resulta ventajoso para el prestigio social la preparación de instala­cio­nes materiales y la confección de programas originales. Es cierto que esas inversiones e innovaciones, por lo general, han sido posibles sólo en cuanto se han dedicado a ellas la práctica totalidad de los recursos materiales de los miembros de las entidades religiosas que trabajaban en ellas. Pero esta política ha contribuido a mantener cierta "pobreza real" de las escuelas cristianas, aun cuan­do hayan dado la falsa imagen de poderío económico.
    - La plena dedicación de un profesorado religioso mayoritario en estos centros ha facilitado sistemas educativos basados en mayor relación personal. Es evidente que ello ha generado una tónica más humana en la pedagogía cristiana de los centros confesionales, sólo posible por la especial vocación pastoral de los promo­tores de las obras. Es normal que la disponibilidad mayor de tiempo, de generosidad, de desinterés, de altruismo profesional, facilita mejores conexiones educativas con los alumnos y con las familias. Surgen así factores singulares no parangonables con los existentes en otro tipo de centros.
    - Las relaciones de apoyo entre centros escolares de la misma Diócesis, movimiento o Instituto religioso contribuyeron siempre a crear beneficios docentes, imposibles cuando el trabajo se realiza de forma individual y aislada. Con frecuencia los profesores de las entidades docentes de Iglesia se ha­llan apoyados por orientaciones corporativas de valor garantizado por la experiencia, la refle­xión y el enriquecimiento de los intercambios interculturales e internacionales.
    Pero no podemos ignorar que también han existido dificultades o actitudes ne­gativas que, a la luz del siglo XX, deben ser miradas como rémoras o peligros, pero que fueron valoradas como beneficiosas en los momentos en que surgieron con la buena intención de ofrecer un servicio educador de calidad. Los tres fenómenos que, en este sentido, más han perjudicado pueden quedar sintetizados en los siguientes:
   * Riesgo de clasismo económico, incluso en aquellos movimientos o grupos que comenzaron siendo fruto de proyectos apostólicos asisten­ciales. Este resultado procede del hecho de enfrentarse muchas veces a la penuria material que podía poner en peligro la supervivencia por falta de recursos y por tener que dedicar el tiempo, la creatividad y el esfuerzo a allegarlos y no a la docencia.
    * Desviación de los objetivos primeros de los grupos, que na­cieron para atender misiones, deficientes, emigran­tes, marginados, etc. y se orien­taron a la docencia.
   Al no contar con recursos personales o intelectuales suficientes para en­frentar­se con las exigencias específicas de la enseñanza "se descarriaron" con el pretexto de una mejor adaptación a los tiempos modernos.
    *  A veces, las tensiones y dificultades han alterado sustancialmente la actividad primera de los grupos, obras o movimientos, con la consiguiente conmoción de ideas, actitudes y sentimientos y las no menos peligrosas disensiones inter­nas. Así ha acontecido cuando alguna entidad religiosa ha evolucionado de la anima­ción de centros propios al trabajo disper­so en centros estatales, por ejem­plo, atrofiando la actuación ventajosa en grupo unifor­me y compacto y prefiriendo, más o menos culpablemente, la comodidad o seguridad humana poco conforme con los carismas fundacionales.
   Además hay que señalar que, en ocasiones, las actitudes competitivas entre diversos movimientos, grupos o centros, han impedido la relación abierta y noble con otras realidades pedagógicas similares o cercanas, impidiendo la pastoral de con­junto siem­pre necesaria y llevando el espíritu de competen­cia hasta la rivalidad incompatible con el espíritu evangélico.
   La etapa de la competencia ha resultado en conjunto buena palanca de acción y de promoción de los centros docentes católicos en casi todos los países y am­bientes. Ha elevado la escuela cristiana a la categoría humana más excelente a la que podía llegar. La sociedad, más que los Estados, ha reconocido la calidad de esos centros de Iglesia, aun cuando no siempre lo haya proclama­do.
   Uno de los peores efectos de las actitudes de competitividad educativa ha sido la politización docente. De manera casi incomprensible, y en función del hábito social antes aludido de asociar centros privados con clases burguesas, el campo de la enseñanza ha sido con frecuencia objeto prioritario en los programas de los partidos políticos, de los sindicatos llamados de clase y de diversas asociaciones dialécticas.
   El siglo XX ha conocido muchas de estas situaciones y actitudes, en las que ha predominado la demagogia sobre la democracia, en donde se ha atrofiado cualquier signo de pluralismo, en donde la justicia ha perecido a manos sectarias de diversas dictaduras disfrazadas de gobiernos populares.

 

 

  

   

   3.3. Presencia

   Los progresos culturales de los tiempos recientes han roto casi todos los moldes clásicos de la Historia en lo que a educación se refiere. Han despertado una nueva época en la humanidad.
   Han desencadenado exigencias irreversibles y relaciones mundiales nuevas. En los países menos desarrollados el progreso ha despertado un deseo ardien­te de cultura, con frecuencia imposible de satisfacer con sus recursos naturales propios. En los países ricos la mejor formación se ha convertido en una obse­sión por la calidad y por la eficacia y rentabilidad de los esfuerzos.
   En la vida general de la Iglesia la nueva cultura mundial también ha su­puesto cambios significativos en todos los aspectos: liturgia, jerarquía, normas   canónicas, estilos eclesiásticos, etc. Sobre todo, en los aspectos culturales y educativos las transformaciones han resultado intensas. La Iglesia ha pasado a ser una fuerza más, entre otras muchas, de la cultura, aunque sigue siendo, a través de sus miembros, una de las primeras energías del saber. Lo más impor­tante es que en la Iglesia se ha desarrollado hoy mayor sentido de adaptación y tolerancia, que ha llevado a los cristianos a aceptar con paz y respeto otras alternativas, aunque ellas no se acomoden a la verdad evangélica.
   La sociedad actual, ante la explosión de la ciencia, de la tecnología y de la información, se ha vuelto hipersensible al desafío de la educación, primero por la hipertrofia de las necesidades culturales reclamadas en el ejercicio de cualquier profesión; también por la separación que se tiende a establecer entre preparación técnica e instrucción, entre educación profesional y formación de la personali­dad de cada uno.
   La Iglesia, que no puede desentenderse del mundo, pues se halla encarnada en él para ofrecerle su luz, desde su fundación por Jesucristo se sabe destinada a ser compatible con todos los lenguajes y mensajes culturales respetuosos con la vida, la dignidad humana y la libertad.
   Hace continuos esfuerzos de comprensión y de adaptación. Unas veces intenta salvar valores que considera radicales e innegociables. Pero, con frecuencia, tiene que transigir con cambios impuestos por la versatilidad del hombre moderno. Cabalga con frecuencia entre sus gloriosas tradiciones y los inmensos desafíos que prevé para el futuro inmediato. En el terreno de la educación la Iglesia ofrece todavía al hombre de hoy sus servicios tradicionales. Siente que debe seguir con sus criterios, sus instituciones y sus grandes arsenales de expe­riencia histórica, que no dejan de ser una fuente ina­gotable de riqueza, vida y seguridad. Pero el hombre actual se siente testigo de hechos y situaciones insospechables en tiempos anteriores y se sabe respon­sable de principios irrenunciables.


 
 

Entre los datos actuales de los hom­bres que más condicionan los criterios y las actitudes relacionadas con la educación, podemos citar algunos espe­cial­mente significativos por lo que se refiere a las demandas educati­vas.
    - La democratización cultural reciente pone la instrucción básica al alcance de la práctica totalidad de las poblaciones: escolarización obligatoria, prolongación escolar normalizada, flexibilidad organizativa, incremento de recursos materiales al servicio de la docencia, cobertura total del sistema escolar por los organismos estatales, creciente cualificación de los docentes, legislaciones promotoras y protectoras de la actividad cultural, etc.
   - El pluralismo social, y también ideológico, implica el reconocimiento cada vez más práctico del derecho de todo hombre a la educación y de toda familia en el terreno docente: derecho de elección, de centro, de formas, de criterios, etc., aun cuando haya sistemas o grupos políticos que se resisten por prejuicios inveterados o por intereses partidarios.
   Con todo, las legislaciones internacionales apoyan actitudes y medidas contra la discriminación y los monopolios educa­tivos.
   - Diversificación académica, con multitud de opciones posibles en tipos de centros, en sistemas de docencia, en alternativas curriculares, en tecnologías educativas, en criterios filosóficos. Se promociona, dado el pluralismo profesional y la especialización laboral de la sociedad industrial, la flexibilidad de diseños curriculares, la opcionabilidad de materias a partir de plataformas básicas, la preferencia de criterios abiertos, la facilidad de rectificaciones, recuperaciones o complementaciones, la necesidad de actualización continua, etc.
   - La popularización de los medios de comunicación de masas, promovidos por la explosión tecnológica reciente, facilita intensamente los intercambios de ideas, experiencias y personas entre diversas culturas, áreas geográficas, países, clases sociales, etc.
   - En consecuencia, se reclama una intensa cualificación de los docentes en función de las mayores exigencias: diferenciación por niveles madurativos, por situaciones sociales, por materias didácticas, incluso por metodologías particulares y concretas. Esto implica pluralidad y pluralismo en los equipos docentes y la intercomunicación para obtener resultados finales adecuados.
   - Laicismo creciente y secularismo, con la general tendencia a relegar el factor espiritual y trascendente al terreno de la conciencia individual y familiar y a situar las técnica docentes en la esfera fría y objetiva de la acción pedagógica.
   Se corre riesgo de olvidar los aspectos psi­cológicos y personales, en aras de una mayor rentabilidad social.

 

 

   Ante actitudes como las que surgen en la vida actual, entran en crisis criterios tradicionales. Muchos centros educativos, herederos de los modelos sociales y eclesiales en los que nacieron, tienen que hacer verdade­ros alar­des de creatividad, de flexibilidad, de hermenéutica benévola, para mantener la fidelidad a los "caris­mas originales".
   Para la animación de los centros, estos rasgos suscitan dificultades suplementarias:
   - La disciplina y la uniformidad, ideales hace decenios, quedan hoy desplazadas por la originalidad, la singularidad y la indivi­dua­lidad, que hoy predomina en las actividades escolares.
   - La sumisión y la veneración a la autoridad, que aseguraban el orden ayer, quedan sustituidas por la creatividad, como si necesariamente el hacer cosas nuevas fuera mejor que el repetir las anteriores.
   - La crítica y la actividad responsable y autónoma, que no siempre resultan compatibles con las actitudes similares de otros miembros del equipo docente, desplazan a la tradicional obediencia y orden impuesto.
   - La fidelidad y la constancia, expresiones de la austeridad y del esfuerzo intelectual, muchas veces se encuentran amortiguadas por la necesidad de los cambios, que se presentan como riqueza de la vida moderna y reclaman intuición, destrezas operativas y lenguajes tecnológicos de nuevo cuño.
   No se trata de juzgar si estas nuevas formas pedagógicas son mejores o peores. Se trata de caer en la cuenta de su presencia insoslayable en los estilos docentes y de hallar los modos para acomodarse a ellas sin traumas y sin pérdida de valores fundamentales. Y no podemos caer en la tentación de la nostalgia. Pensar que sería preferible regresar al pasado, para obtener eficacia, no es admisible ni posible. Portadora de un misterio de salvación, también en la escuela, como en los hospitales, cuarteles o fábri­cas, desea ofrecer su mensaje.
   - El mensaje de la Iglesia sigue siendo compromete­dor para cuan­tos han trabajado en tiempos pasados en el contexto escolar y para cuantos conservan, descu­bren o promueven el carisma de la educación cristiana. Cada uno lo hace a su manera. Pero todos han de supeditar sus opiniones y sus sentimientos individuales a los criterios de la comunidad eclesial. Cuando la Iglesia quiere estar en el mundo de la cultura y de la educación, no quiere desplazar a nadie ni quiere ya competir.
    Lo que pretende es anunciar, ofrecer, invitar, servir, alertar, proteger, ser expresión del amor de Dios.
   - La Iglesia desea mantener su anuncio evangelizador desde la realidad escolar, pues en ella se forman las mentes y los corazones. Ese anuncio lo hace con lenguajes inteligibles para el hombre de hoy, es decir con humildad y sin arrogancia, con apertura y flexibilidad, con respeto y pluralismo, con tolerancia y sin arrogancia, con nitidez y sin polémicas, usando las estructuras pedagógicas, los dise­ños curriculares, las asignaturas, los trabajos colectivos, sobre todo las ilusión de los educadores creyentes, testigos fieles de un Reino de Dios que se nos anuncia como don y como esperanza.
   Estas actitudes son el motor de la mayor parte de los educadores cristianos que actuaron en la segunda parte del siglo XX y que seguirán trabajando en el XXI. Sin que respondan a consignas concre­tas, simplemente se van haciendo eco de las circunstancias del mundo en las que la Iglesia se siente inmersa. Hacen los educadores cristianos de hoy lo mismo que hicieron sus predecesores de la Edad Media, del Renacimiento o de los tiempos revolucionarios del XVIII. Simplemente sirven, aman, anuncian el Evangelio.
   Estos criterios están recogidos y expresados en muchas declaraciones de la Iglesia de finales del siglo XX. Están explica­dos en muchos documentos ponti­ficios, conciliares, episcopales de la Iglesia universal.
   Una de las declaraciones más solemnes e influyentes fue la realizada en el Concilio Vatica­no II, verdadera síntesis del pen­samiento actual de la Iglesia. "Entre todos los medios de educación, tiene singular importancia la Escuela, la cual, en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectua­les, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara para la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición y contribuye a la comprensión mutua...
   Hermosa es por tanto y de suma tras­cendencia la vocación de los que, ayudando a los padres en el cumplimiento de su deber y en nombre de la comunidad humana, desempeñan la función de educar en la Escuela...
   La presencia de la Iglesia en el campo escolar se manifiesta especialmente en la Escuela católica...Su nota distintiva es crear un ambiente de comunidad escolar animado por el espíritu evangélico de la libertad y de la caridad... y ordenar la cultura humana según el mensaje de la salvación, de modo que quede iluminado por la fe el conocimiento que los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre... La Escuela católica conserva toda su importancia trascen­dental en los momentos actuales." (Grav. ed. mo­m. 9-12)
   Es importante caer en la cuenta de lo que significa, y probablemente va a significar durante todo el siglo XXI, el deseo de la Iglesia de estar presente en el terreno de la Escuela. Las razones de esa presencia son diversas, pero se sintetizan en la necesidad del testimonio y en la actitud perpetua del servicio.

 


 


 El derecho de presencia lo reclama en los cuarteles, en los hospitales, en los medios técnicos de comunicación, en las plazas y en cualquier estructura social o cultural. Pero su interés por hacerse presente en las escuelas resulta primordial porque a las escuelas acuden los niños y los jóvenes.
    El deseo de dar testimonio, de anunciar un sistema de vida y de pensamiento que merece la pena, es algo que honra a la Iglesia, como comunidad creyente y como comu­nidad organizada con su Magisterio a la cabeza. Y desde luego es algo que no debe confundirse con un proselitismo cerrado, propio de quien busca incremen­tos numéricos y se mueve en clave de sociología religiosa.
    Estructuras de competencia o relaciones de dominio e imposición han pasado a la Historia. El hecho de que hablemos en los tiempos actuales de presencia, en lugar de competencia o de suplencia, no implica ruptura histórica, sino conciencia de nueva situación. Pero esta actitud de la Iglesia durará mucho, pues responde a lo más esencial de su vocación misionera, del mismo modo que en tiempos anteriores su suplencia sólo fue respuesta a su dimensión diaconal y samaritana.
    Pero todos deben recordar que es conveniente libarse del lastre humano de los compromisos que no son evangélicos, para ofrecer con más libertad al mundo de hoy el testimonio desinteresa­do de la verdad cristiana.
    El Cardenal Carlos Lavigérie (1825-1892) lo decía a sus misioneros: "Nunca toméis partido por una causa política... No dejéis mezclar nunca ni vuestra causa ni vuestro nombre a intere­ses humanos. Si os acusan de ello, contra toda verdad, protestad, protestad una y otra vez, y no aceptéis que ignoren quienes sois: hombres verdaderamente apostólicos, es decir hombres que saben abrazar en idéntico amor a todas las naciones de la tierra. Probad, sobre todo, con hechos más que con palabras, que tal es vuestro único pensamiento".  (Instr. 9. Caravana. 29. 6. 1890)
    Es evidente que, en el mundo moderno, la Iglesia no se contenta con tener centros propios, dependientes de su jerarquía y de las comunidades de creyentes, a los cuales acudan cuantos ciudadanos quieran su tipo de educación.
   La razón de esa insuficiencia es que ella no ha sido instituida por su divino Fundador para plantar sus tiendas y esperar a que los hombres vengan a guarnecerse en ellas, ni tiene vocación de edificar templos para que las gentes vengan a elevar sus plegarias envueltas en el aroma de sus inciensos o ante el atractivo de sus altares. La Iglesia es mucho más dinámica. Está destinada a caminar por el mundo en busca de los hombres. Y lo debe hacer con riesgos y con auda­cia, con sentido de vanguardia y con actitudes de servicio. Está en el mundo para llevar su mensaje no para guardarlo de forma estática.


  
  Y sus templos no han de afincarse ni en una ciudad ni en un monte, sino en todo lugar, según Jesús decía a la Samaritana: "los hombres que rindan culto a Dios se lo darán en espíritu y en ver­dad, pues son los adoradores que el Padre desea". (Jn. 4. 21-23)
   En lo referente a la educación, los tiempos  actuales reclaman a la Iglesia audacia y espíritu de vanguardia. Por eso la Iglesia quiere estar, por medio de sus miembros, allí donde existan hombres creyentes a los que iluminar y fortalecer, o también donde haya hombres increyen­tes a los que brindar su oferta espiritual y su cultura cristiana.
   - Quiere estar en los centros estatales para educar cristiana­mente a quienes quieran recibir una educación adecuada a los criterios de Cristo
   - Quiere estar en los centros de iniciativa social no confesio­nal, en los cuales no se margine la dimensión trascendente del hombre.
   - Quiere estar incluso en los centros de otras confesiones religiosa, para presentar su versión de la vida y del hombre, sin entrar en polémicas ni dialécticas.
   - Quiere estar en los ámbitos primarios y en los universita­rios, en los que atien­den a niños deficientes y en los que tratan de reeducar a los descarria­dos, en los centros fijos y estables y en los que trasladan cada período lectivo sus aulas y sus actividades.
   - Quiere estar, no sólo con los alumnos, sino también con los padres, con los maestros, con los animadores, dirigentes y responsables de la educación.
   - Hasta quiere estar con quienes hacen las leyes educativas de los países y con quienes perfilan los presupuestos econó­micos y seleccio­nan los instrumentos tecnológicos.
   La Iglesia quiere estar en todas partes, porque su amor abarca a todos los hom­bres y su deseo es servir a todos con su mensaje de salvación. Si la Iglesia representara solamente una alternativa religiosa entre otras muchas, su interés por la escuela sólo tendría un sentido de proselitismo o de influencia humana.

 

   4. Tarea de catequesis

   Después de la argumentación teológica e histórica perfilada anteriormente queda un interrogante dialéctico que dilucidar. Si es posible y necesaria la catequesis escolar o si la misión de la escuela cris­tiana es más bien la aportación cultural en lenguaje de Evangelio.
   El hecho de que la Iglesia quiera estar presente en todo tipo de Escuela puede conducir a diversas perspectivas.

 

   4.1. Las tres posturas

   A tres se reducen a veces las alterna­tivas que se prestan a consideración: a una actitud catequística negativa y a una  positiva exigente, pasando por una postura flexible e intermedia.
  +  Hay quien niega al ámbito escolar la capacidad catequística. La escuela según ellos no es para rezar o para celebrar, sino para informar, formar y ofrecer cultu­ra cristiana que eventualmente pueda ser transformada por la persona en actitud de fe, pero siempre a posteriori.
   La catequesis, como ministerio de la palabra, se debe dar en la parroquia, en la familia o en el contexto de una comunidad cristiana
   El maestro prepara, incluso en las actividades académicas relacionadas con la religión, el terreno de la fe. Pero no debe convertir la plataforma escolar en ámbito de piedad o en ocasión de en­cuentro con Dios, al menos en su vertiente de devoción de fervor y de contem­plación espiritual de las cosas divinas.
  + Una actitud opuesta es decir que, si la escuela cristiana no hace esto, o tiende a ello, no tiene razón de ser, pues para dar información, incluso religiosa ya están las demás escuelas y los otros recursos culturales con los que la persona se puede encontrar.
  Se incurre en cierta orientación pietista y se hace del saber, del obrar y del pen­sar un camino para el creer en profundi­dad.
    + La postura intermedia es sospechar que es audacia afirmar con leyes categó­ricas lo que se debe hacer, y que en cada escuela y en cada grupo de alum­nos hay que atenerse a sus demandas y a sus posibilidades de forma abierta y no con posturas preconcebidas.

   4.2. Las consignas

   La escuela debe estar abierta a la catequesis, y no sólo a la oferta cultural religiosa. El llegar a ella, a rezar, a vivir la fe, a hacer obra de caridad, a cultivar la esperanza y la fraternidad, dependerá más que las personas presentes, maestros y alumnos, que de los postulados teóricos de quienes estudien las posi­bilidades generales.
   De hecho, a lo largo de la Historia, las escuelas cristianas se han apreciado, incluso más que en nuestros días, por todos los servicios culturales y también espirituales que han ofrecido a sus  miembros. Sólo así se explica la portentosa difusión que han logrado en todos los países del mundo. Incluso hay que decir en favor de la escuela que sus capacidades culturales y la facilidad para las relaciones persona­les la dotan de riquezas incomparables en este sentido de posibilidad de catequizar. Aun cuando otras instancias educati­vas, como la familia o la parroquia, siguen poseyendo la importancia y los reclamos que se merecen, no podemos olvidar la peculia­ridad de una comunidad en donde unos maestros cultos y creyentes conviven con unos alumnos que quieren ser más cul­tos y que pueden ser también más creyentes.
   Fue siempre común en las escuelas cristianas hacer públicas sus pretensiones evangelizadoras. Y también el reconocer la necesidad de la calidad de las obras humanas, como excelente recurso para hacer más creíble los principios evangélicos.
   Muchos rasgos "pedagógicos", incluso "sociológicos", pueden ayudar a asumir esa postura flexible y abierta en lo que a catequesis se refiere.
  - La organización flexible, abierta, democrática una veces o más autoritaria en ocasiones, puede hacer posible una pedagogía confesional de ofertas catequísticas, más dirigidas a los padres en los años primeros y más sugeridas a los alumnos a medida que van creciendo y pueden asumir opciones personales.
  - Clases de religión en clave de fe y de sugerencia evangélica y no solo informaciones religiosas neutras o pluriconfesionales es el primer elemento de una catequesis normalizada e imperceptible, pero real e influyente.
  - Criterios cristianos en la presentación de todos los contenidos y problemas de las ciencias y de las artes, de las corrientes filosóficas y de los hechos sociológicos, son a veces tan formativos de la fe como pueden serlo las explícitas actividades de formación religiosa. Es evidente que esto presupone una clara opción cristiana de los educadores.
   - Plegarias y eucaristías, actos de caridad con los necesitados y participación en acciones de justicia, convivencias cristianas o actividades en grupos religiosos, son elementos que una escuela cristiana no puede dejar de poseer para dar la tonalidad que le es propia.
  - La vida escolar en clave de evangelio es también síntoma de una catequesis natural y espontánea de todos los días. Se manifiesta en el respeto de los alumnos por el sexo, la raza, la cultura, la situación familiar, los niveles económicos de la familia, etc.
   Estos y otros rasgos dicen que un centro es cristiano más que las palabras escritas en sus prospectos informativos o las tradiciones propias de los hombres.
   La escuela cristiana, la que vive d los criterios evangélicos, tiene inmensas posibilidades de catequizar y de educar la fe, aunque siempre tendrá que contar con la libertad de las personas y el mis­terio de la diversidad de los caminos en la vida.
   Todos aquellos que han actuado entusiasmados por la catequesis escolar pueden repetir las hermosas palabras que escribía Gabriel Taborin (1789-1834) hace casi dos siglos: "Los servicios que presta el solda­do son grandes pero menores que los que presta el maestro, pues los de aquél son con frecuencia gloriosos pero pasajeros. Los del ciudadano virtuoso que consagra su vida a la educación de la juventud tienen ciertamente menos brillo, pero se puede decir que ninguna misión es más gloriosa en la tierra que la de actuar sobre el espíritu humano, trasmitiéndole la verdad, la luz y la virtud".     (Nueva Guía. 637)

 
 5. El futuro

   El futuro de la escuela cristiana es luminoso, no sólo en cuanto institución que la sociedad siempre va a necesitar para los primeros años de la vida de los ciudadanos, sino por que la Iglesia sabe que es una plataforma de primordial importancia para la educación de sus miembros.
   Si la Iglesia fuera sólo una entidad espiritual, un cuerpo Místico o unión interior de creyentes, pudiera ser que, con el tiempo, pasara de ser urgente el contar con escuelas cristianas propias o de desear anunciar su mensaje en todas las demás.
   Pero no hemos de olvidar que la Iglesia es "también" una sociedad que se halla presente en el mundo y que seguirá encarnada en medio de los avatares humanos y de los diversos hechos cultu­rales, políticos y económicos que el mundo conocerá siempre.
   Por eso la Iglesia contará con una llamada permanente de atención a la realidad escolar. Podrán pasar a ser históricas las instituciones y los edificios, las agrupaciones y los programas, los estilos y las metodologías, como ha ido aconteciendo a lo largo de dos milenios. Pero el amor a la escuela, a las escuelas como plataforma de acción, a las comunidades de alumnos y profesores, de pa­dres y de colaboradores, que trabajan para que los niños y los jóvenes se ha­gan hombres arrullados por valores sobrenaturales y espirituales, eso no pasará nunca a la Historia.